La Gran Guerra y la cortina de humo

El auténtico genio consiste en la capacidad para evaluar información incierta, aleatoria y contradictoria.
Winston Churchill

Planeta de libros
Una de mis recientes lecturas ha sido el siempre recomendable Max Hastingsconcretamente, Catastrophe. Europe goes to war 1914 (en España, 1914. El año de la catástrofe), donde entre los muchos temas tocados por el desmontador de mitos que es el autor, me ha llamado especialmente la atención el capitulo dedicado al papel de la prensa durante el conflicto, al menos en sus comienzos.

Nos quejamos frecuentemente que hoy día nos ocultan información; sin embargo, es realmente la época de la historia en la que mayor acceso a la misma tenemos. Obviamente, los secretos militares y de estado continúan siéndolo (y pese a ello, son también bastante vulnerables, tal como demuestra Wikileaks), pero el principal problema es que nuestra capacidad de análisis crítico a nivel social está bastante adormecida. 

Tal como les contaba ya hace tiempo la burbuja de filtros no ayuda a que salgamos de nuestra zona de confort, al menos en términos de acceso a la información. Y desde luego, esto no es nada nuevo, pues repitiendo la cita de J. Glenn Gray en Guerreros: Reflexiones del hombre en la batalla, de 1959:
La capacidad que tenemos la mayoría de seguir el hilo en un galimatías de sucesos es muy limitada. Luchamos por mantener un equilibrio en medio de mil impresiones y de comprender nuestro mundo por eliminación cuando se vuelve imposible hacerlo por síntesis. Por eso los medios de comunicación pueden persuadirnos de tener una opinión opuesta a la que teníamos hace unos años, sin que nos demos cuenta.
De hecho, tal como menciona Hastings, si pensamos que los medios de comunicación modernos tienen una tendencia sin igual a la hipérbole, la fantasía y el engaño, deberíamos revisar la prensa mundial en 1914. El Daily Mail publicó un relato detallado de una victoria naval completamente ficticia, mientras L’Eclaireur de Niza noticiaba un choque inventado en el que los británicos habrían perdido dieciséis acorazados. La introducción de la guerra de trincheras fue recibida por la prensa francesa, al principio, como una innovación cobarde de los alemanes, ridiculizados como «topos».

Los periódicos franceses eran especialmente entusiastas con las noticias relativas al príncipe heredero alemán, al mando de un ejército en campaña. En 1914, el 5 de agosto, fue víctima de un intento de asesinato en Berlín; el 15, resultó gravemente herido en el frente francés y fue trasladado a un hospital; el 24 sufrió otro intento de asesinato; el 4 de septiembre se suicidó; luego resucitó, pero para caer herido otra vez el 18 de octubre; el día 20, su esposa lo estaba velando en el lecho de muerte; sin embargo, el 3 de noviembre se certificó que estaba loco. Evidentemente, ninguna de las noticias era ni remotamente cierta.

Poseer información es una cosa. Otra muy diferente es saber lo que significa y cómo utilizarla.

También es cierto que algunas de las carencias de los periódicos no eran culpa suya, sino la consecuencia de la negativa de los gobiernos a proporcionar datos o permitir que los corresponsales visitaran el frente. El 5 de septiembre de 1914, Asquith, primer ministro británico escribió a Churchill, entonces primer lord del Almirantazgo: 
Mi querido Winston: los periódicos se quejan, no sin razón, de que los matamos de hambre. Creo que ha llegado la hora de que… a través de la Oficina [de Prensa] les transmitas una “valoración” de los acontecimientos de la semana; con el aderezo de condimentos que tu habilidosa mano pueda proporcionar. Según lo que sabe la opinión pública, podrían estar viviendo en los días del profeta Isaías, cuya idea de la batalla era “ruido confuso y mantos manchados de sangre”.
En esta fase temprana de la guerra, en todos los países había un respaldo general a favor de un control estricto de las noticias, respaldada incluso por gran parte de la intelectualidad; se pretendía tanto limitar el conocimiento del enemigo sobre todos aquellos temas en los que fuera posible, como evitar que cundiera el desánimo y el derrotismo cuando ocurría algún revés militar. 

Todas las naciones en conflicto eran conscientes que, en una sociedad mucho más alfabetizada que pocas décadas atrás, la prensa escrita era una elemento importante a ser controlado. Y a ello se sumaba el reciente invento del cinematógrafo; en 1918, el ejército francés había producido más de seiscientas películas para el consumo público. En varios teatros de variedades de París, incluido el Moulin Rouge, los pases de cine sustituyeron a los espectáculos en vivo.
Charles Chaplin en la película Armas al hombro (Doctor Macro)
Francia, de hecho, intensificó radicalmente la censura en los primeros meses, prohibiendo todo comentario editorial que realizara «ataques inmoderados contra el gobierno o el alto mando del ejército», al igual que los «artículos que promuevan la conclusión o suspensión de las hostilidades». Se clausuraron periódicos que informaban de la escandalosa desatención a los soldados heridos y se instó a todas las cabeceras a dejar de publicar listas de bajas. Alemania estableció una oficina central de la censura en octubre de 1914, la cual prohibió oficialmente todo análisis de los reveses o las derrotas militares, la crítica de la alta política, el debate sobre los objetivos de la guerra y la discrepancia sobre los beneficios de la contienda.

La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad

Todos los beligerantes intentaron movilizar sus plumas más aceradas y elegantes en defensa de sus causas. Anatole France denunció el régimen del káiser, así como la cultura, la historia e incluso el vino de Alemania. El compositor Camille Saint-Saëns criticaba a Wagner. En Alemania, un profesor universitario comentó en septiembre que cuarenta y tres de los sesenta y nueve catedráticos de historia de la nación estaban trabajando en artículos sobre la guerra. Arnold Bennett creó más de 300 artículos de propaganda en el transcurso de la guerra. Sir Arthur Conan Doyle alegaba en el panfleto ¡A las armas!: 
Feliz el hombre que puede morir con el pensamiento de que, en la mayor de sus crisis, había prestado un servicio máximo a su país.
Varios escritores franceses afirmaron haber identificado distinciones físicas relevantes entre su propia gente y la del káiser. Un historiador distinguido, Augustin Cochin, afirmó que existía un olor específicamente alemán «muy fuerte; es imposible librarse de él», así como una especie estrictamente alemana de pulga. L’Action Française informó al público de que las cadenas de tiendas Kub y lecherías Maggi eran centros de espionaje alemanes, gestionados por prusianos nacionalizados como franceses en previsión de la guerra. Tales rumores implicaron ataques violentos contra aquellos negocios, de origen alemán pero perfectamente inocentes. 

Estos disparates llegaron a extremos que parecerían propios de la edad media: Arthur Machen compuso un relato breve para el Evening News londinense, en el que describía cómo los hombres de la Fuerza Expedicionaria Británica en Mons habían visto a San Jorge a la cabeza de los arqueros de la antigua Inglaterra, que lanzaron una lluvia de flechas que causó la muerte (sin dejarles marca alguna) de diez mil alemanes. Esta historia se convirtió finalmente en una leyenda conocida como de los ángeles de Mons.
Ilustración sobre "los ángeles de Mons" (Military History Online)
Esta clase de excesos hizo que las personas más reflexivas y racionales retrocedieran con disgusto ante la propaganda. A medida que la guerra avanzaba y su horror se incrementaba, algunos fueron más allá y sucumbieron al cinismo; no daban el más mínimo crédito a ninguno de los argumentos y pruebas presentados en apoyo de la propia causa nacional. La revista satírica francesa Le Canard Enchaîné se fundó hacia esta época como reacción a los engaños perpetrados por la prensa tradicional.

Cuando asumimos ser soldados, no dejamos de ser ciudadanos

Paradójicamente, y pese a la censura y supuesto control, los alemanes averiguaron más cosas sobre el esfuerzo bélico de Gran Bretaña gracias al chismorreo social transmitido por neutrales que por medio de los periódicos aliados o sus propios espías. Aunque ello desesperaba a los comandantes en campaña, la alta sociedad británica adolecía de una indiscreción crónica. Los datos más delicados de la inteligencia operativa se mencionaban en las mesas de las grandes anfitrionas, de donde, a menudo, acababan llegando a los periódicos de los países neutrales, y, de aquí, al enemigo. Según el periodista Filson Young:
Para saber cualquier cosa, había que salir a comer, y estoy seguro de que en casas como… las de lady Paget y la señora J. J. Astor, la información solía ser precisa y actualizada. 
Por otra parte, en la lucha por ganarse a la opinión pública, Estados Unidos, aún neutral en 1914, era una pieza importante a ser ganada por ambos bandos, aliados e Imperios Centrales, aunque fuera en términos económicos. Woodrow Wilson consideraba que estos últimos requerían un cambio social importante, y los grandes industriales americanos eran partidarios de reducir la importancia económica de Alemania, competidora industrial directa; pero las potencias centrales también obtuvieron un apoyo importante, sobre todo en las comunidades étnicas alemanas. Alemania abrió en Estados Unidos una oficina de información el 14 de agosto de 1914, y los aliados la imitaron al poco tiempo.

Y todo esto, en la retaguardia: los soldados del frente consideraban cuentos chinos a todas las noticias procedentes de la prensa convencional; en ellos, se hablaba del gran entusiasmo de las tropas, las comodidades instaladas en las trincheras o el espíritu de aventura que exhibían los más jóvenes reclutas. Ante este panorama, los franceses optaron por los periódicos de trincheras, que los propios soldados escribían y copiaban, o las cabeceras suizas, cuando se conseguían.

Ante este panorama, y donde a menudo un soldado individual no tenía noticias directas de nada más allá de unos centenares de metros, no es de extrañar que los soldados de los ejércitos rivales tuvieran un sentimiento de comunidad que los unía más entre ellos que con la gente de sus países, a la cual todos los gobiernos en guerra intentaron mantener alejada de cualquier conocimiento real de lo que se estaba haciendo, en su nombre, en el campo de batalla.

Es célebre el caso de que la famosa gripe española de 1918, la mayor pandemia documentada, se llama así no tanto porque entrase desde España en el continente, si no porque, como país neutral, informaba sobre la misma y sus efectos, al contrario que los países beligerantes. En todo caso, fue un rasgo notable de la Gran Guerra ver la credibilidad de los gobiernos gravemente dañada por sus políticas informativas. No es de extrañar que los años siguientes fueran particularmente convulsos en muchos aspectos, que acabaron degenerando en la segunda parte de la gran locura, aún más cruenta.
Ejemplar de "periódico de trinchera", en este caso, canadiense. (Canadian War Museum)
Fuentes:
  • Max Hastings (2013). 1914. El año de la catástrofe. Crítica. 

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