¿Cómo distinguir ciencia y magia?


Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia
Tercera ley de Clarke

Hoy voy a tratar un tema doblemente útil aunque tal vez polémico; para los profesionales de la investigación histórica, por una parte, porque les puede ayudar a contextualizar ciertos temas, y para cualquier persona, en general, para evitar dejarse embaucar por engañabobos y timadores. La verdad es que me veo incapaz de transmitir el mensaje mejor que el ínclito don Umberto Eco en esta conferencia, pero me gustaría añadir mi propio granito de arena a este tema.

Tal vez la frase escogida para el encabezamiento de este artículo, del autor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, les resulte descorazonadora, ya que parece dar a entender que no podemos hacer tal distinción. En todo caso, en la charla del señor Eco aparece ya una diferenciación importante: no es lo mismo ciencia que tecnología. El personaje de la gran serie The Big Bang Theory, Sheldon Cooper, hace en un capítulo la afirmación de que los ingenieros somos “los umpa lumpas de la ciencia”, ya que la ciencia la hacen los investigadores mientras los ingenieros nos limitamos a implementar sus descubrimientos. Independientemente de que la afirmación tenga gracia (aunque siempre diré que a Sheldon le pagan por hacerse pajas mentales sobre cosas indemostrables hoy día mientras a Wolowitz le pagan por hacer cosas prácticas), es falsa, en el sentido de que si bien pueden ser gentes de ese perfil los que hacen investigación activa, todos, incluyendo a los mal llamados “de letras” podemos aplicar el método científico a nuestra vida.

La ciencia es un concepto relativamente moderno: no nace como tal hasta el siglo XVII. Los grandes logros de los griegos no se basaban en un método científico; en general, pese a que se lograron importantes avances y comenzaron a darse explicaciones no sobrenaturales sobre el mundo, sus aciertos se debieron mucho más a la intuición de mentes curiosas y lógicas que a una metodología real. Son los pioneros Roger Bacon, Descartes y, sobre todo, Galileo, los que  ponen los cimientos de la ciencia. Lo que nace en esos tiempos es un sistema que deja atrás el sistema escolástico, y pasa a basarse en el empirismo. La adquisición de conocimiento se basa en la experimentación, la posibilidad de repetir las mismas observaciones por otros investigadores, y la evolución continua: si una teoría no se ve respaldada por los experimentos, se descarta. El único dogma posible en la ciencia es que no hay dogmas; sí, hay cierta contradicción lógica en esta expresión, pero esta ausencia de verdades absolutas es la verdadera base de la ciencia.

Durante mucho tiempo es muy complicado distinguir si una persona es un científico, desde la perspectiva actual. Los anteriormente citados se manejaban en distintos campos alejados de las matemáticas y física; Bacon en teología, Descartes en la filosofía y Galileo en distintas artes como música y pintura. Esta dificultad se mantiene con el tiempo: posiblemente el mayor genio que ha dado la raza humana, Sir Isaac Newton, padre de la teoría de la gravitación universal y capaz de crear las bases del cálculo diferencial en unas semanas (bueno, Leibniz, otra cabeza pensante polifacética, posiblemente tuviera algo que objetar a esta frase), tenía como objetivo último de su faceta de teólogo descubrir el código secreto de la Biblia, y toda su vida mantuvo oculta su actividad como alquimista. Se dice que de lo que más orgulloso estaba en su lecho de muerte era de morir virgen…. Vaya, esto de cierto nivel de sociopatía no es sólo cosa de Sheldon Cooper.

En busca de un fijador duradero...
En todo caso, la ciencia no toma la forma que conocemos hoy hasta el siglo XIX; tras la revolución industrial, la figura del científico surge como una figura con una dedicación profesional exclusiva a su campo de estudio, debido a la gran especialización que ya requiere. Es en estos tiempos donde comienza a tomar forma la figura del científico loco rodeado de probetas y cacharros que sueltan rayos. Tiene cierta razón de ser, puesto que esta dedicación conduce a cierto aislamiento de la sociedad, en parte porque los avances dejan de ser comprensibles para no iniciados. Por otra parte, la disciplina de trabajo necesaria hace que genios como John von Neumann se nos hagan extraños en su faceta de alma de las fiestas, por más que esto realmente sea un tópico.

Así pues, por paradójico que pueda resultar, la ciencia continúa siendo indistinguible de la magia para aquel carente de formación o mentalidad científica. Si en su momento lo era porque no existía el concepto separado de otras disciplinas, ahora lo es porque resulta incomprensible para los profanos. Especialmente cierto resulta esto en lo referente a ciertas disciplinas como la medicina; imaginen lo que puede suponer para un miembro de una tribu amazónica sin contacto con el resto del mundo el hecho de curarle una enfermedad con dos pastillas. En términos históricos, la sensación de los habitantes del México del siglo XVI o de la Polinesia del XVIII, al ver los fusiles europeos, debió ser similar a la que pondríamos nosotros ahora si llegase una invasión extraterrestre con capacidad de paralizarnos apretando un botón.

Así pues, ¿cómo podemos realizar una distinción de ambos temas? En términos históricos, hasta no hace tanto, realmente no podemos, ya que los protagonistas y coetáneos de los hechos no concebían tal distinción. Su interdisciplinariedad no era la misma que la nuestra, pero no se concebía separar los conocimientos de la forma que hacemos hoy día; es importante tener esto en cuenta para analizar, con justicia, las motivaciones de los mismos.

El verdadero problema viene al llegar a los tiempos actuales, donde parece que la educación occidental ha dotado a todo el mundo de, al menos, las bases del cientifismo en todas las áreas. Y sin embargo, nos encontramos decenas de anuncios de tarotistas en la televisión todas las madrugadas. Los defensores de pseudociencias como la homeopatía se defienden como gato panza arriba cuando uno les demuestra que es imposible que esa supuesta medicina tenga más efectos sobre el organismo que el de un placebo. Los creacionistas directamente niegan cualquier evidencia geológica o antropológica basándose en que los malvados científicos quieren acabar con la religión (y eso que el Vaticano reconoció hace bastantes años la teoría de la evolución como compatible con la Biblia). Y luego están mis favoritos, los astrólogos. El hecho de que durante siglos nunca hayan obtenido más acierto estadístico que el azar puro y que con los mismos datos no haya dos predicciones iguales no les arredra. Lo que no tengo nada claro es cómo han asimilado la aparición de un decimotercer signo zodiacal.

Con buena lógica, se puede pensar que mientras no hagan daño a nadie, cada cual que crea en lo que quiera. El gran problema es cuando los defensores de estas ¿teorías? comienzan a hacer proselitismo, y, en muchos casos, llegan a generar problemas de salud pública. La actual tendencia a no vacunar a los niños está generando epidemias de enfermedades como el sarampión. Los homeópatas, puede que en algunos casos con buena intención, o bien no combatirán la enfermedad, que se acabará agravando, o bien venderán falsas esperanzas a un desahuciado.

Normalmente el principal argumento de los dogmáticos que ven amenazado su sistema de creencias es que lo que postula la malvada ciencia oficial son “teorías”. Si estamos tan seguros de que son la respuesta correcta, ¿por qué el Big Bang o la evolución siguen siendo “teorías”? Por el mismo motivo que Google mantiene en “beta” muchos de sus programas durante mucho tiempo. Porque tarde o temprano se verán superadas por algo mejor; que a su vez serán sustituido por una visión aun más ajustada a la realidad. La experimentación con el LHC tal vez ofrezca algún dato que derroque a la teoría de la relatividad como motor de nuestra visión del universo, y surja otra que al fin consiga “la gran unificación”. El estudio de los registros fósiles ya ha matizado mucho la postura original de Darwin, y actualmente se habla de reintroducir conceptos lamarckianos. Existe una hipótesis curiosa según la cual el ser humano, en su evolución, tuvo como antepasados a homínidos nadadores, lo cual explicaría ciertos aspectos de nuestra fisiología; sin embargo, la carencia de pruebas fósiles al respecto impide que ésta pueda ser incluida en teoría aceptada.

Como concepto básico, son necesarias pruebas adquiridas correctamente; la ausencia de datos en contra no es necesariamente una prueba de validez, ya que las estadísticas necesarias han de obtenerse según estrictos requisitos. La ciencia no es una respuesta absoluta, es un sistema de mejora continua en la búsqueda del conocimiento; hay quien habla incluso de que en la historia de la ciencia no ha habido realmente revoluciones, sólo las ha habido en el impacto que el conocimiento concreto ha tenido en su contexto histórico desde un punto de vista económico, bélico, productivo… social, en definitiva. En este sentido, una breve visión humorístico – crematística la tenemos en este enlace; si algunas cosas funcionasen se estarían explotando debidamente, ¿no?

Llegados a este punto, ¿en qué afecta a un historiador la mentalidad científica? Como buen investigador, en un punto básico: la existencia de pruebas. La frase que mejor lo define: lo que se afirma sin pruebas, se puede descartar sin pruebas. Es habitual en programas como el de Iker Jiménez la exposición de teorías que pueden tener su atractivo, especialmente gracias a la ambientación que dan en el programa, pero que jamás se respaldan con pruebas sólidas. Un buen historiador jamás podrá caer en este error. La mentalidad científica no es cosa de “los de ciencias”, aunque sea en estos campos donde su aplicación es más obvia.

Hoy me he puesto más serio de lo habitual, pero creo que el tema se lo merece. Por despedirnos con una sonrisa, les dejo este pequeño texto, donde ejemplifican cómo se hace la ciencia de verdad por parte de investigadores de a pie. En todo caso, se pueden pasar la vida haciendo epistemología, como dicen Les Luthiers, que es muy sano.

Cuídense.

Juan.

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